UTOPÍA PASO ELEVADO
Y sin embargo no logramos movernos. Hay algo que nos retiene, una imposibilidad de movimiento que nos limita a una cuenta atrás sin esperanza. Cambiamos de posición con la ilusión de que el choque sea lo más leve posible.
Todo el mundo tiene razón. Pero el mayor problema es que somos incapaces de imaginar otro escenario. La crítica se desarrolla, encuentra sus presas con una facilidad sorprendente, pero finalmente se ahoga en su propia impotencia mientras los rituales del capital continúan intactos. Existe una instancia que lo absorbe todo para luego regurgitarlo en forma de mercancía, existe una bestia que sabe, ya que también, ya que sobre todo, está dentro de nosotros.
En su libro de ensayos sobre la ideología,1 Zizek propone que desde el momento en que la ideología parece mostrarse insalvable, pues se quiera o no el pensamiento ideológico siempre acaba apareciendo por la ventana mental, sería conveniente no ya luchar por crear un pensamiento no-ideológico a toda costa, sino intentar establecer una serie de diques que impidieran, en la medida de lo posible, que cualquier pensamiento medianamente articulado se extendiera ideológicamente imposibilitando una comprensión lo más cercana posible de la realidad. Esta proposición, se comprenderá, es algo más que discutible, pero se me permitirá que la recoja como punto de partida.
La ideología, lo sabemos, es sobre todo un modo de pensar determinado. Es el sistema de pensamiento propio de los individuos cuando estos logran crearse una especie de esquema del mundo, cuando logran fabricarse un conjunto articulado de explicaciones que funcionarían en todo momento y en cualquier situación, y gracias a las cuales todo lo que ocurre en la realidad pasaría a estar catalogado dentro de unas categorías y relaciones establecidas de antemano. En resumidas cuentas, es lo que queda del pensamiento cuando ha creado una red de significaciones que pretende inmutable. Así, el problema más desesperante de la ideología es que, al resumirlo todo, forzosamente limita la comprensión. Todo lo que no entre a formar parte del esquema no podrá ser procesado y será rechazado de una forma u otra. La ideología tiende siempre a su propia estabilidad. Cree en su inmovilidad, practica su eternidad.
En términos históricos, la ideología parece materializarse de forma concreta (en la forma en la que hoy en día la seguimos entendiendo) con la llegada de la burguesía al poder. A través la desacralización del mundo (Weber), se produce un alejamiento de las antiguas explicaciones que la sociedad feudal ofrecía para explicar el universo. Así se pasa del pensamiento religioso al ideológico. La diferencia principal entre ambos es que la ideología burguesa se vuelve completamente utilitarista, y se cristaliza para mantener un estado del mundo propicio al capitalismo. Ya no buscará una explicación al mundo sino, y por encima de todo, su justificación. De este modo la visión del mundo, en el que la religión lo explica pero a la vez lo trasciende en una relación (re-ligare) todo lo perversa que se quiera, es “sustituida”2 por una “construcción” interesada, por un relato destinado principalmente a fundamentar la explotación. En este caso, la ideología ya ha dejado de tener cualquier relación “natural” con la realidad (aunque esté basada en un desastroso error de apreciación) ya que está completamente adecuada (y de esa adecuación depende su futuro) al capitalismo. Todo intento de descripción está supeditado a la labor de justificación, y es su intención principal confundirse con la propia naturaleza de las cosas en el pensamiento de los hombres, llegando a presentarse como la única forma posible de entender el mundo.
Después del primer triunfo de la ideología burguesa, vino un tiempo en que ésta fue puesta en cuestión no en su existencia misma, sino en sus fundamentos. Si la ideología burguesa era falsa al estar fundada sobre premisas erróneas a las que acudía por su carácter utilitario, si esta ideología estaba separada de la existencia por una mentira de base promovida por el mismo proyecto de dominación de la burguesía, se trataría entonces de buscar las nuevas bases para la creación de una ideología que tuviera la verdad como cimiento. Así, mediante este concepto de verdad, se lograría establecer un sistema de creencias que respondería a las autenticas necesidades del hombre. Para Althusser el problema se solucionaba acudiendo a la ciencia, es decir, cimentando la nueva ideología en principios “objetivos” (el materialismo histórico). Para Luckas, en cambio, se trataba del papel histórico de la clase obrera y de su toma de conciencia de clase, de lo que dependía la transformación (que es una transformación mágica, dicho sea de paso) en una ideología “buena”. Todo lleva a pensar que el fracaso de la ideología comunista se ha debido, entre otras muchas cosas, a un intento de luchar contra la ideología mediante la creación de otra ideología antagónica. ¿Se puede luchar contra la ideología triunfante usando sus propias armas? La pregunta ha decidido gran parte de la lucha revolucionaria durante el siglo XX.
Pero, y ahora lo sabemos demasiado bien, no se trata de sustituir una ideología por otra, ya que el mismo mecanismo de la ideología es totalizante y acabará por echar a perder cualquier intento de cambiar el mundo en base a lo real. Cualquier ideología, tenga las bases que tenga, se convierte a corto plazo en una serie de recetas que funcionan de modo apriorístico, imposibilitando la verdadera comprensión. La ideología siempre violenta el movimiento de lo real para adaptarlo a su quietud. Son las cosas como son, jamás como están siendo, y mucho menos aún como serán.
Sin embargo el problema crucial continúa siendo si el pensamiento ideológico es realmente insalvable, si dentro del sistema de creencias y de relaciones entre creencias que el hombre tiende a fabricarse, hay el espacio suficiente para dejar entrada a todo aquello que estalla en la realidad construida y la violenta, todo lo que nos acerca a la verdadera comprensión de la vida sobre la tierra de un modo unitario, y que en demasiadas ocasiones se enfrenta a aquello que nosotros mismos hemos condensado de ella. El logro de un pensamiento no-ideológico, es decir, no referido previamente, pero que igualmente tampoco caiga en su propia indeterminación postmoderna mediante la anulación ética de las diferencias, se ha convertido casi en el santo grial de la crítica del capitalismo. Pues en el momento en que más creemos luchar contra ella, más parece volver a entrar la ideología por la ventana, convirtiéndose en tema de reproche perenne entre unos y otros, entre sistemas de pensamiento, entre individuos.
Todo parece indicar que la ideología en sus características principales es un monstruo demasiado peligroso. Su carácter reduccionista, su pasmosa facilidad, es tan patente y puede ser tan cómodamente manipulada “desde arriba”, que cualquier confianza que podamos depositar en ella (si es verdad que manifiesta un carácter necesario para la vida en las sociedades desarrolladas contemporáneas, tan aparentemente complejas que la relación con los fenómenos que la conforman no puede ser abarcada en su totalidad por el pensamiento cotidiano), debe ser afrontada con todo tipo de prevenciones y una desconfianza total que nos lleve a declarar el fin del pensamiento ideológico tal y como lo conocemos hasta hoy como una medida absolutamente necesaria para la supervivencia del ser humano sobre la tierra.
Al valorar también este problema, Zizek propone que la falla que se puede aplicar sistemáticamente al discurso para que no se vuelva automáticamente ideológico, ese elemento que, a modo de dique, ponga en cuestión permanentemente sus resultados, evitando lo más posible el dogmatismo y su caída en la falsedad a la manera en que lo entendía Althusser, podría ser el psicoanálisis. Dejando de lado por ahora el problema de si puede existir una ideología “adecuada” por principio, que el aparato de creencias, prácticas y mediaciones entre ambas que pone en marcha una ideología al triunfar pueda ser necesario en su irreductibilidad en la forma en que Zizek parece admitirlo, nos parece que su llamamiento a la introducción del psicoanálisis como medida de contención es claramente insuficiente.
Si la ideología define “lo que es”, si su función es justificar y modelar el propio comportamiento de los individuos en el presente, el psicoanálisis aplicado a la crítica del discurso no parece estar en condiciones de articular aquello que queremos más que nada, esto es, un cambio de escenario. Sin duda serviría como arma para poner en cuestión ese “esto es así” tan propio de la ideología, pero sería insuficiente con el “esto será así” de importancia vital hoy por hoy a nuestro entender. Y aquí reside la peor de las paradojas del discurso crítico. La crítica de la ideología dominante no consigue crear por sí misma las bases de una organización del futuro en base a premisas diferentes. En el estado actual de la vida en las sociedades avanzadas, existe un continuo vacío, un corte epistemológico brutal entre el presente saturado por la ideología capitalista y lo que sería la visión de otro mundo más adecuado al ser humano. No existe trasvase, las ideas se estancan en el mismo charco. Por decirlo de forma simple, se ha cortado el camino que lleva de este sitio a otro. Se lucha por un mundo mejor, se desea la revolución, pero no aparece por ninguna parte un camino transitable por el que salir de este escenario. Una y otra vez el pensamiento parece encontrarse con un muro sobre el que permanece el cartel de “salida”. Ante esta perspectiva, muchos optan por dar media vuelta y continuar su marcha en círculos sobre el escenario iluminado.
Este camino sólo puede reabrirlo, al menos reabrirlo, con toda la fuerza necesaria hoy en día, la conciencia utópica. La utopía concreta revolucionaria es la única que puede, en el estado actual, romper la ventana que inicie la despresurización de la ideología, y no sólo de la ideología hegemónica (Gramsci), sino de las demás ideologías antagonistas cuyas estelas continúan modulando el campo de acción en el que se desarrollan las luchas sociales o lo que queda de ellas. La utopía, al introducirse en la sociedad, al plantearse en el escenario mental, logra hacer bascular todas las aseveraciones que modulan el pensamiento y la acción ideológica por sí mismas. Se trata de que la utopía, al mostrarse como el espejo lacaniano, redimensiona la realidad para bien o para mal. La falta absoluta de pensamiento utópico en el mundo actual parece ser la razón principal por la cual la ideología dominante ha conseguido crear el presente continuo en el que vivimos, un presente en el que no hay espacio posible para cualquier acto de imaginación que pretenda superar estos muros.
Bloch ya ha demostrado,3 con toda la profundidad necesaria y con todo el deslumbrante materialismo que era obligatorio, como la utopía, basada en la esperanza de un mundo mejor, es una constante en el ser humano desde el momento en que este reconoce la miseria de su vida. Las ensoñaciones diurnas, los proyectos, los sueños, las quimeras científicas, las organizaciones políticas, todo parece tomar su fuerza motriz de ese momento en el que la insatisfacción radical con el mundo que nos ha tocado vivir se planta de forma consciente o inconsciente en el individuo. Esta fuerza es imprescindible para poner en marcha cualquier proyecto hacia adelante, pero esta fuerza debe tomar un contenido, buscar en sí misma un contenido, o, como mínimo, forjarse su propio horizonte. La utopía hace entrar al tiempo en el espacio, trae el amanecer. Con demasiada frecuencia el hombre pierde de vista que, en realidad, es otro mundo lo que necesita para encontrar su vida y que a ese mundo hay que convocarlo, hay que llamarlo para que finalmente se haga real. “Lo imaginario es aquello que tiende a convertirse en real”, afirmaba Breton. En ese movimiento reside la verdadera naturaleza de la utopía, pues es necesario que el espectro vaya tomando forma humana para que esa tendencia se materialice. Hay que traerlo a la realidad. Aún en las formas más arbitrarias, más subjetivas, las utopía debe ser devuelta de forma manifiesta al mundo, tan sólo para lograr asentarse en el individuo, aunque sea a modo de demostración o de eliminación. Pues eso sería un principio de movimiento, exactamente aquello que nos falta en mayor medida.
Pero a la pregunta de qué buscar, le sigue la de cómo encontrar. Parece una estupidez, hoy en día, intentar crear una nueva sociedad en base a un concepto de verdad, ya sea científica, filosófica o crítica. Lo que sí existe es la aspiración a crear una nueva sociedad en base a los auténticos deseos de los seres humanos, de aquellos deseos que, apartados de la fuerza centrípeta del capitalismo, se adecuen a su papel en la tierra. Hemos intentado plantear el pensamiento utópico como método de desestabilización y ruptura de la ideología hegemónica del capitalismo. Ahora bien, todo estaría perdido si esta utopía fuera consecuencia de un pensamiento tan instaurado en nuestra propia mente que se revelara incapaz de acudir a otras soluciones que las pensadas de antemano por la ideología. ¿Pero existe alguna otra forma de pensamiento que se pueda considerar como una explicación del mundo y que no caiga en la ideología ni en la trascendencia religiosa hacia otro mundo en el que todas las respuestas sean diferidas?
El mito, se sabe, surge desde abajo de forma espontánea. Lo que convierte en mito a una narración cualquiera es que coincide de forma implícita con el interior del alma del ser humano. Esto es lo que la saca del resto de narraciones y la convierte en una plasmación de los deseos de la humanidad. Esto es lo que le fuerza a repetirse de mil formas diferentes, y lo que le permite adquirir los más diversos rostros y resonar en el alma humana de forma preferente a través de los siglos como medio de explicación del mundo. Muchas de las facetas de los mitos no son muy agradables, lo sabemos, pero no depende de los mitos la utilización interesada que se hace de ellos. Los mitos adquieren su poder a pesar de ellos mismos, a pesar incluso de nosotros mismos.4 El problema central de la ideología es que, como vimos, no nace espontáneamente sino que está creada para justificar la realidad según unos presupuestos anteriores. Si se trata de recuperar la relación del ser humano con el mundo, que no puede ser rescatada más que en su puesta en relación con los deseos humanos en lo que estos tiene de libres, (es decir: en su libre manifestación, en su afloramiento en lo imprevisto, en su surgimiento como necesidad incontrolada, en lo abierto no-ideológico), se concederá que en los mitos aparecen de forma copiosa todas estas claves que permiten saber algo concreto de lo que el hombre realmente desea.
El mito, de esta forma, al surgir espontáneamente y desarrollarse en base a los deseos y las necesidades del hombre logra, de forma no mediada, ser una representación del mundo en el que la cuestión de su veracidad o falsedad resulta irrelevante, ya que sólo importa la noción de necesidad. Al aparecer aquí la palabra necesidad debería comprenderse perfectamente ese poder utópico que reside en todo mito. Por tanto el mito podría ser un arma eficaz para la transformación del mundo, aspirando a ocupar el lugar que la ideología debería dejar bacante como fuerza principal de organización de la realidad en las mentes de los individuos. Desgraciadamente los mitos, por su propia naturaleza, no permiten ser utilizados a no ser que se pervierta fatalmente su carácter espontáneo, en el que casi por azar adquieren su poder pero que una vez que lo han adquirido se muestra tan poderoso. El trabajo sobre los mitos, al contrario que el trabajo a partir de la utopía, no puede ser racionalizado. Sin embargo la utopía sí puede cimentarse, en su desarrollo, en todo el saber mitológico de la humanidad, aprender de ellos a la hora de buscar las soluciones a los problemas que se le planteen, y en su movimiento, lograr fundirse con ellos en un movimiento dialéctico.
Pero en demasiadas ocasiones el discurso teórico sobre el mito cae en una indeterminación dolorosa. En demasiadas ocasiones las proposiciones relativas a su existencia se entienden y no se entienden. Es necesario remarcar pues que tal y como afirmaba Caillois,5 el mito necesita desarrollar su propia práctica, y es en el terreno de la práctica (como veremos también más adelante) dónde adquiere su verdadera existencia. Tomemos como ejemplo la situación de la idea y la práctica del amor en nuestra sociedad contemporánea. Pocas nociones se ven hoy en día más asediadas por el capitalismo que ésta. Los muros de contención que en otras épocas han servido para mantenerlo en los prudentes márgenes de la necesidad social hoy en día se han desbordado en toda una batería de coerciones activas demoledoras. No es ya sólo que, como en muchas otras épocas, se relegue a un segundo plano la búsqueda del amor por el individuo, que debe conquistar sus propias experiencias a base de sortear las dificultades que se le plantean y que siempre dan la sensación de tener prioridad en su existencia; es que se han creado los mecanismos necesarios para destruirlo en caso de que se enfrente, aunque sea tímidamente, al desarrollo del capitalismo. Las empresas que prohíben enamorarse a sus empleados, las que despiden a las mujeres embarazadas, las que coartan toda las libertades posibles dentro del marco del trabajo, por no hablar de la destrucción del tiempo del amor, de su aniquilación a base de cargas y obligaciones hasta llegar al golpe maestro: la imposibilidad de la ruptura de la pareja en caso de agotamiento debido al riesgo real de ruina económica; seguidos muy de cerca por todos los empeños destructivos de la idea del amor en nuestra sociedad, idea de destrucción que, sorprendentemente, ha calado incluso entre todos aquellos que deberían defenderla con más ahínco. Parafraseando a Lacan cuando hablaba de la inexistencia de la mujer, se podría decir que, igualmente, hoy en día el amor no existe, es decir, el amor como idea, como proyecto, no existe, y sólo existe el amor individual, esto es, la experiencia de la relación amorosa como momento precario, extraordinario, solo reconocible individualmente y en perpetuo estado de excepción. Es pues en este punto donde el mito del amor loco debe convocarse a la hora de pensar las bases de una nueva civilización no ideológica, o lo menos ideológica posible, basada en los auténticos deseos del hombre, una civilización que limpie el estercolero en el que se ha convertido el ámbito de la experiencia amorosa y restituya en su centro aquello alrededor de lo cual nuestra vida gira. Esto también puede explicarse de la siguiente forma: la utopía puede encontrar en el mito del amor loco el camino a través del cual logre plantear un escenario (suficientemente alto, suficientemente profundo) en el que todos los fenómenos de represión del amor de los que he hablado arriba sean, finalmente, impensables. Un mundo en el que el amor tenga el papel y la prioridad que nuestro ser reclama todos y cada uno de los días de nuestra vida.
Pero la lucha contra el pensamiento ideológico, en el intento de buscar una salida a la represión completa del futuro en el que nos encontramos, no termina aquí, en la búsqueda de un modo de pensamiento que no acabe irremediablemente repitiendo los mismos errores que sus antepasados, y que finalmente logre dejar el mundo, en la medida que se quiera, en un estado diferente al que existía antes de su aparición. A decir verdad no puede sino comenzar. Pues la ideología cuando se hace hegemónica en el sentido en que lo entendía Gramsci, deja de ser un mero conjunto de reglas mentales para convertirse en algo mucho más complicado y poderoso. En la medida en que la clase social que la promueve triunfa, se refuerza mediante una serie de aparatos través de los cuales se transmite y se perpetúa6 y, sobre todo, al modo de la religión (Hegel), en unas prácticas rituales. Finalmente estas prácticas ideológicas son las que le dan sentido, ya que, y más que ninguna otra cosa en el caso del capitalismo, ahí reside su naturaleza. El éxito del capitalismo depende de ese trasvase, de esa concretización a través de un ritual que para la religión está desprovisto de sentido utilitario-material en sí mismo, pero que para el capitalismo es su verdadero fin. Y lo que es casi más importante: esas prácticas sirven igualmente, en un movimiento reflejo, para apuntalar el poder de la ideología, mostrándola como algo completamente natural en sí mismo. Así pues, en el momento en que la ideología parece implantarse en el pensamiento como un condicionante insoluble, y no sólo en el pensamiento sino en las costumbres a través de sus prácticas (aquellas que finalmente “hacen la ideología”) es necesario, si deseamos huir de ella para alcanzar un conocimiento más cercano a lo real, encontrar igualmente un punto que permita el escape. Y este punto no puede ser más que un punto material.
Un punto material debido a que la ideología, como decimos, parece salvaguardase en los actos cotidianos que le dan sentido. En la actualidad la ideología casi parece haberse trasvasado en su naturaleza, entendida como conjunto organizado de ideas, hacia la dominación absoluta de la vida cotidiana. Es decir: la represión de las ideas, la violencia ideológica, ha ido adelgazando paulatinamente hasta convertirse prácticamente en el conjunto de prácticas rituales en las que se materializa. Hoy en día no se trata tanto de coerción como de seducción.7 La imagen (en el sentido que la entendía Debord) ha logrado hacerse con el peso específico de la ideología, por lo que el ritual de compra, el consumo, ya perfectamente particularizado del conjunto de ideas que lo sustentaba, es aquello que marca el devenir ideológico del capitalismo. Se puede perfectamente comprar sin estar de acuerdo con la ideología capitalista, pero en la medida en que se compre y se venda, el gesto será considerado perfectamente válido. La crítica de la ideología sería, vista desde esta perspectiva, necesaria pero no suficiente desde el momento en que ya no tendría poder para modificar de forma manifiesta el conjunto de prácticas y actitudes que forman parte del capitalismo. En un mundo en el que no hay ninguna oposición fáctica al capitalismo que le haga inquietarse por su futuro, ni siquiera los mismos capitalistas se preocupan por justificarse. El capitalismo sigue así su dinámica más o menos de forma inalterable, pues si todos seguimos comprando y vendiendo (comprándonos y vendiéndonos) las mentes pueden ser todo lo libres que se desee para pensar de la forma que se quiera a condición de que no se pase a una praxis por la que el capitalismo se sienta medianamente inquietado.
El capitalismo ha llegado así hasta el otro lado del escenario ideológico. Le importa muy poco que lo que promulga concuerde con la realidad pues su proyecto no encuentra contestación frente a otro proyecto. La base del capitalismo, bien lo sabemos, es la plusvalía, por tanto pondrá en marcha cualquier dispositivo que le permita ganar algo, incluso el que esté en mayor contraposición con su pretendida ideología.8 Pues su lógica es que la ideología realmente no cuenta más que en el terreno espectacular y de arriba hacia abajo. El capitalismo, como tal, no tiene ideología. La ideología es propia de los individuos, está en el mundo para los individuos, y sólo en ellos tiene un sentido. El capital invertirá en aquello que le ofrezca la oportunidad de obtener una plusvalía, proyectando sus “principios” sobre los individuos sin necesidad de atenerse a ellos. Ahora bien, si el capitalismo hace ya tiempo que se deshizo de la supuesta necesidad de poner en relación las palabras con los actos, este adelgazamiento de la ideología produce en determinados individuos la denominada razón cínica (Sloterdijk). Ante el disparate cotidiano, una parte considerable de los individuos optarán por el cinismo frente a lo que les rodea. Este cinismo se congelará por la falta de perspectivas frente a esta misma situación. En la medida en que se han eliminado las alternativas al capitalismo del espectro mental, una vez sufrido el desapego de la ideología hegemónica, el individuo apoyará su espalda contra el muro del cinismo, incapaz de articular otra respuesta, convencido de que no hay salida posible. Como es fácilmente comprensible, al capitalismo estos individuos les son perfectamente indiferentes. En la medida en que consuma como cualquiera (y en su caso se diseñarán las mejores ofertas para sus necesidades más o menos alternativas) el individuo podrá sentarse a esperar con total seguridad a que su cinismo le acabe chorreando por las orejas.
Estas prácticas suponen de esta forma la razón de ser, hoy por hoy, del capitalismo. El triunfo sería así mucho más amplio que en épocas anteriores ya que se muestra inmune a la crítica. El capitalismo logra eternizarse al haber sido transferido directamente a la esfera individual, al cuerpo mismo, sin necesidad siquiera de ser aceptado por el individuo (la aceptación es un acto volitivo, consciente o inconsciente). Frente a esto tenemos a un individuo que a pesar de su ideología cualquiera seguirá participando del capitalismo en todas sus prácticas sin poder salirse de ellas como algo natural e inamovible, que forma de una manera u otra su vida, la estructura de esa vida.
Sin embargo, el capitalismo sigue lanzando la ideología cotidianamente. A tenor de lo anteriormente comentado uno no puede dejar de preguntarse para qué toda esta propagación constante de ideología dominante a través de los medios, si ya cada vez se muestra más innecesaria como justificación de las prácticas capitalistas. ¿Se trata de simple inercia? En absoluto. Hoy en día parece que la ideología está destinada, más que a justificar una determinada situación del mundo, a obstruir todo el espacio mental del individuo. Es un bombardeo por saturación, cuya utilidad es repetir hasta la saciedad el mismo mensaje hasta hacer creer que no hay ningún otro9, y lo que es peor, que no puede haberlo, se crea en él o no. Se trata de no dejar pasar ni la más mínima gota de luz de futuro.
Si la crítica es finalmente impotente contra los rituales del capitalismo lo es porque están instaurados también, y de forma preferente, por debajo del pensamiento del individuo; porque ahora se trata de la organización de los cuerpos y sus movimientos mucho más que de las mentes. El capitalismo aprendió a la perfección la famosa lección de Pascal cuando éste recomendaba, a aquellos que tenían dudas de fe, seguir el método de los que ya la tenían y empezar “por dónde ellos comenzaron, haciendo como si creyesen, tomando agua bendita, haciendo decir misas, etc. Naturalmente, eso mismo os hará creer”.10 Es decir, el ritual también crea la fe. La genuflexión es igualmente un arma para crear el pensamiento.
En este escenario sería pues preciso contar con un arma que desestabilizara el poder de las prácticas ideológicas del sujeto. Esta práctica no ideológica, que se centre en los modos de actuar, y que se concrete a través de la libertad del individuo en su búsqueda por encontrar una relación propia con lo que le rodea y lo que le habita, en su más completa expresión, perfectamente definida, puede tener diferentes enunciaciones, pero una de ellas, a nuestro entender la más completa, es la poesía entendida como modo de comportamiento. El materialismo poético, de esta forma se presenta (también) como un medio óptimo de subvertir cotidianamente los rituales de la economía, para extrañarlos de sí mismos, consiguiendo de esta forma llegar a la neutralización de su carácter fantasmal, de su carácter natural “sacralizado”, de su disfraz determinista.
Aquí hay que hacer una precisión necesaria. La poesía por todos los medios, tal y como algunos la entendemos, no es un acto literario destinado a la sublimación de la vida en lo que se escribe. Sino que es, tomada desde un punto de vista más radical, el momento en el que la libertad y la liberación del ser humano por sí mismo y en sí mismo toman el mando. La poesía se manifiesta a través de cualquier modo de comportamiento en el que el individuo encuentre por sus propios medios aquello con lo que se siente vinculado de forma directa, aquello que es él mismo más que ninguna otra cosa, y que engarzado en el principio del placer, le permite fabricarse una vida de acuerdo con sus auténticas aspiraciones. No se trata, bajo ningún pretexto, de convertir la vida en obra de arte, sino de convertir la existencia en la verdadera vida. Por tanto, esta práctica poética no se materializa necesariamente en la creación de un “estilo de vida”, sino que es la vida misma sin estilo, en lo que tiene de ruptura automática con las pautas que incluso ella misma se ha definido. Que aparece y se muestra, que no se define previamente y que de sí misma obtiene su soberanía. Se trata de la vida reducida a su propia presencia sin ninguna proyección, sin ninguna mediación. No hay más allá. Se trata de esto, se trata de aquí, se trata del tiempo en lo real.11 La poesía por todos los medios, en lo que tiene de no reglada a través de la libertad en que se basa y sin la cual no puede existir más que en modo de caricatura, representa sin duda un método más que eficaz contra la invasión de los rituales de la mercancía. Pues si su carácter soberano la hace autosuficiente, esto no implica que su experimentación y multiplicación no abran una brecha en la conciencia y pongan en cuestión, en crisis perpetua, todo el aparato ritual a través del cual el capitalismo se materializa en la conducta de los individuos. Y esta crisis, como es comprensible, es una crisis necesaria.
Los actos poéticos contienen una reserva utópica fascinante. Su mera aparición pone en marcha la proyección de la propia vida en relación con ellos (¿Qué es mi vida? ¿Es esto todo?). En la parálisis, representa esa figura humana que inicia el movimiento, que se extiende. Su luz no arroja sino más sombra a nuestra miserable vida cotidiana. Por eso la poesía no hace sino mostrarnos un camino de vuelta. Y este camino remonta el pensamiento para concretarse de nuevo en la utopía entendida como puro deseo.
Dadas las condiciones actuales de la vida en las sociedades espectaculares, consideramos completamente necesaria la puesta en futuro del pensamiento y la acción que se quieran calificar a sí mismas de revolucionarias. Sabemos que la preocupación por el futuro, por un futuro diferente, forma parte consustancial del impulso por cambiar el mundo, sin el cual no sería más que un discurso vacío. Sin embargo es necesaria la materialización de la utopía como moneda de uso corriente. Se trata de una reubicación, en la que el pensamiento utópico debe dar un paso al frente, y mantener un diálogo constante con la crítica del capitalismo allí donde sus armas se muestren necesarias. Los recientes movimientos sociales, como los de la vivienda o contra el cambio climático, no dejan de decepcionarnos al mostrase impotentes con el estado dado de la economía. Por otro lado, una parte de la crítica del capitalismo se regodea en un pesimismo paralizante. En todos ellos, más que en ninguna otra cosa, se percibe esa falta completa de perspectivas de futuro, en el que el posibilismo, el reformismo o la claudicación más exasperante parecen haber tomado todo el espacio disponible dentro de tantos cerebros. La sensación de corte brutal se instala en ellos, ya que parecen haber asumido que no puede haber nada fuera del capitalismo, fuera de su red de poder. Pero es para pedir lo que parece imposible para lo que estamos aquí. Es para mostrar el espejo de otra sociedad posible para lo que utopía, una vez materializada, se llama a sí misma nacida de la insatisfacción perpetua, de la misma vergüenza cotidiana.
El modelo de la atracción pasional de Fourrier sigue dando sus frutos mentales, representa una verdadera mina de oro para la imaginación. Es gracias también a él desde donde la utopía deja de ser considerada solamente, como muy abusivamente lo ha sido a través de la historia, como una mera organización del futuro en base un sueño científico de orden, o más ramplonamente incluso como diferentes reclamaciones de un reino de Jauja embrutecedor, y se debe tomar en cuenta como una nueva organización, una no-organización, en base a las pasiones reales, necesarias, del ser humano. “La felicidad consiste en tener muchas pasiones, y el modo de satisfacerlas”. Para el ser humano actual, esta proposición representa una tabla de salvación para el comportamiento alienado, en el que todas sus pasiones están subordinadas a su posible rendimiento económico. Esta sana práctica representa un comienzo material de acción utópica.
Cualquier intento que ayude a franquear el muro de la invisibilidad de lo que está fuera del capitalismo debe ser escuchado. Tenga suficiente razón o no. Cualquier acto de puesta en futuro de la propia vida fuera de las coordenadas capitalistas merece la pena ser realizado. La realidad contiene espacios vacíos en los que el dolor y el sentimiento de derrota se han instalado con fuerza, muy a nuestro pesar. Es hora de llenarlos a base de futuro.
1 Slavoj Zizek (comp): Ideología, un estado de la cuestión, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2003.
2 Sustituida en su papel de central se entiende. La religión es integrada en la ideología burguesa, pero ya no será el punto primordial para entender el mundo.
3 Ernst Bloch: El principio esperanza, (Tres tomos), Editorial Trotta, Madrid, 2004.
4 Si bien, y esto merece la pena recalcarlo, los mitos no poseen una vida propia estratosférica y finalmente independiente de individuo. Su independencia se basa en que nacen de lo incontrolado que reside en cada uno de nosotros, del deseo o del miedo que busca su libre cauce para manifestarse.
5 Roger Caillois: El mito y el hombre, Fondo de Cultura Económica, México D.F, 1988.
6 Los famosos Aparatos Ideológicos del Estado de Althusser, es decir, la escuela, los medios de comunicación, la policía, los tribunales, la publicidad, las cárceles. Todas las instituciones a través de las cuales el Estado al servicio del capital crea, practica y protege el sistema capitalista.
7 O como Foucault observó para el futuro en el que nosotros nos encontramos, ya no se trata de disciplina sino de control.
8 Los casos son abundantes: la industria pornográfica, la farmacéutica, los monopolios salvajes de capitalistas tan respetados y aplaudidos como Bill Gates o Berlusconi… Las recientes intervenciones masivas por parte del estado, apadrinadas por aquellos que se definían horas antes como liberales, no dejan de tener su punto de sarcasmo. Sólo los idiotas, o la pobre gente terriblemente mal informada, se han escandalizado de que el presidente de la patronal española solicitara, al inicio de la crisis que hoy vivimos, “un paréntesis en la economía de mercado”. Al capital le importa muy poco lo que sus propios ideólogos o los think tanks puedan decir sobre él.
9 Imaginemos por un momento una televisión en la que los anuncios lanzaran, veinticuatro horas al día, mensajes del tipo: abandona tu trabajo si no te gusta, no compres lo que no necesitas, no te dejes explotar por tus jefes, los ejecutivos son canallas…
10 Blaise Pascal: Pensamientos, Ediciones Orbis, Barcelona, 1984. pág 157.
11 Para un explicación más detallada del concepto de poesía por otros medios ver: VVAA: Situación de la poesía (por otros medios) a la luz del surrealismo. Ediciones de la Torre Magnética/ Traficantes de sueños/ Colectivo La Felguera/ Fundació d'Estudis Llibertaris i Anarcosindicalistas, Madrid. 2006.
Este artículo fue publicado 2011 en el número 19-20 de
Salamandra.