¿Las utopías son distopías? Reflexiones sobre Morris, Huxley y los situacionistas.

Traducción del italiano: Jordi Maiso

Hoy la utopía goza de buena reputación. Lo demuestra el elevado número de propuestas recibidas y aceptadas en este congreso, lo demuestra la existencia de un gran grupo de investigación como "Morus" en la Universidad de Campinas en Brasil, lo demuestran las numerosas publicaciones recientes sobre el tema. Respecto a los tiempos en los que los "socialistas utópicos" eran considerados simples precursores del "socialismo científico" de Marx y Engels, la situación prácticamente se ha invertido. La esperanza de que "there must be a better world somewhere", como cantaba B. B. King, no en otra parte del mundo existente, sino como una posibilidad futura, tiene sin duda una importancia fundamental en los momentos y movimientos antagonistas actuales y también para todos aquellos que aún no se han rendido a la idea de que esta realidad es lo único que puede existir, porque "there is no alternative".

La utopía remite, por definición, a un mundo mejor del existente; a menudo actúa también como un estímulo para implicarse en su realización. Pero, si consideramos la cuestión desde el punto de vista de la emancipación social contemporánea, ¿merecerían todas las utopías verse realizadas? Este es un aspecto que no siempre se toma en consideración. Si no queremos tomar la utopía como un simple objeto de estudio erudito, sino teniendo en cuenta lo que puede decirnos hoy (¡y pocas expresiones del pasado parecen tener tanto que decirnos!), deberíamos tomarnos la libertad de juzgar las utopías.

Como ha señalado Maria Luisa Berneri en un estudio que será, como he visto en el programa, objeto de una conferencia en este congreso, hay utopías autoritarias y anti-autoritarias. Algunas proponen visiones del futuro que, aún cuando resuelven ciertos males del mundo presente, en conjunto resultan peores que lo que ya existe. A principios del siglo XX, ciertos libros de divulgación de las ideas socialistas presentaban a Platón como el padre originario del socialismo, ¡sólo porque pronosticaba la propiedad en común entre los miembros de la élite! En 1918, en el denominado obelisco en honor de los Romanov en Moscú, se inscribieron los nombres de 19 "precursores del socialismo". Entre dichos nombres, que fueron aprobados por Lenin, figuraban Campanella, Fourier, Tomás Moro, Saint-Simon (e incluso Bakunin, pero esa es ya otra cuestión). Los dos "antepasados" más lejanos en el tiempo eran precisamente Campanella y Moro. A ambos se les cita a menudo como los primeros utópicos de pleno derecho; pero también están entre los que vaticinaban una sociedad en la que el fin de la miseria y las desigualdades se alcanzaría al precio de las libertades individuales. La admiración que los bolcheviques les profesaban no permitía presagiar nada bueno.

Ahora bien, en casi todas las utopías que se han formulado durante los últimos cinco siglos podemos encontrar algún aspecto que no parece en absoluto emancipatorio: orden autoritario y opresión del individuo, limitación de las ventajas del orden utópico a una única parte de la sociedad o incluso la presencia de esclavos (como en Moro), la falta de igualdad entre los sexos, las rígidas limitaciones de la vida sexual o incluso la procreación organizada por el Estado, la confianza ciega en la tecnología y en la ciencia, el reino de los "expertos" (ya sean sacerdotes, sabios, filósofos o científicos), creencias religiosas obligatorias y omnipresentes, eliminación de todo aspecto estético, culto del trabajo y la productividad… Prácticamente en cualquiera de las utopías podemos encontrar al menos uno de estos defectos. Incluso en una de las utopías menos autoritarias, como es la de Fourier, no podemos sino asombrarnos de la relación imperial que se establece con la naturaleza, a pesar de que venga expresada de una forma más bien cómica: el mar se transformará en limonada y los hielos polares se derretirán¹ — y al menos en este caso está claro que la realidad ya ha superado la imaginación utópica.

Por tanto, el pensamiento utópico no siempre ha estado necesariamente vinculado a la crítica social. De ahí que tenga tanto menos sentido descalificar toda tentativa de transformación revolucionaria de la sociedad como una utopía totalitaria, como hace la ideología liberal. En un pequeño ensayo que escribí hace algún tiempo, titulado "De una utopía a otra", que también ha sido publicado en español², insistía en el hecho de que si por "utopía" se entiende el idear una nueva condición humana que rompa con todas las tradiciones precedentes y que se imponga por la fuerza a sociedades recalcitrantes, entonces la única utopía que se ha realizado en la historia es la de la economía capitalista. A partir de finales del siglo XVII, y en primer lugar en Inglaterra, se sostuvo por primera vez en la historia humana —por parte de una serie de autores como John Locke, Berard Mandeville y Adam Smith— que la compra y la venta, es decir, la adquisición de bienes materiales, ya no son medios que sirvan a otros fines —morales—, sino que constituyen un fin en sí mismo que no necesita de otra moral. La "mano invisible" lo regulará todo. Esta redefinición de la naturaleza humana ha sido una de las mayores rupturas antropológicas de la historia, y se refería al mismo tiempo a la "base" y a la "superestructura", a la esfera material y a la cultural y simbólica. Pero, a diferencia de lo que afirmaba esta nueva ideología destinada a triunfar, no ha permitido que la "naturaleza humana" se liberara de todas las restricciones artificiales y pudiera por fin lanzarse a la "pursuit of happiness" de la que habla la constitución de los Estados Unidos —esa felicidad que procura la producción y la adquisición de mercancías—. Más bien esta ideología y las prácticas asociadas a ella hubieron de ser impuestas con violencia a poblaciones que muy a menudo no veían con ningún entusiasmo el haberse convertido en sujetos de un "mercado libre" y de una "economía desincrustada", como la denominara el antropólogo Karl Polanyi. Fue necesaria más de una guerra del opio. Al fin y al cabo la diferencia entre la realización de la utopía del "homo economicus" y el intento de hacer realidad la utopía estalinista del "hombre nuevo" no era tan grande como los bardos del "libertad y democracy" (Brecht) quieren hacernos creer.

Por tanto, lo fundamental escapa tanto al elogio indiferenciado de la imaginación utópica como a su difamación en tanto que "totalitaria". En cambio, si quisiéramos formular juicios concretos sobre utopías particulares, podríamos encontrar al menos una que parece haber evitado todos los obstáculos mencionados más arriba. Me refiero a la novela News From Nowhere, de William Morris, publicada en 1890³. En la Inglaterra de comienzos del siglo XXI —¡nuestra época!—, que Morris describe a través de un artificio literario, ya no existen ni el Estado ni el mercado. Ya no hay ni dinero ni sustitutos del dinero, pero cada cual puede dar a la comunidad y tomar de ella cuanto quiera. La mayor parte de la población vive en el campo, pero siguen existiendo ciudades de dimensiones reducidas. La gran industria ha desaparecido en favor de la agricultura y la artesanía, y todos los productos tienen un aspecto artístico. La tecnología y las máquinas, sin haber sido completamente abolidas, tienen un papel muy reducido, y el trabajo es agradable y produce satisfacción artística. La igualdad sustancial de las condiciones de vida no excluye la plena libertad de los individuos; las relaciones entre los sexos son amistosas y libres (pese a que Morris presuponga cierta propensión de las mujeres a dedicarse a sus actividades "naturales"). El autogobierno local ha sustituido las instancias estatales (¡el antiguo Parlamento sirve como almacén de estiércol!) y ya no existen el ejército ni la policía. La contaminación ha sido derrotada y la naturaleza ha sido saneada de nuevo (¡sin duda uno de los aspectos más revolucionarios del libro!).

En este libro, como en buena parte de sus escritos, Morris demuestra una clarividencia que a veces tiene algo de increíble. Dejando a un lado al propio Marx, quizá nadie en su época tenga tanto que decirnos hoy, y en algunos aspectos su visión es más clara que la de Marx mismo —sin pretender, por lo demás, ser un teórico.

Y, con todo, incluso aquí se puede encontrar un defecto que en realidad caracteriza al género utópico casi en su totalidad: la búsqueda de la armonía a cualquier precio, con la consiguiente expulsión de la vida de lo negativo y del conflicto.

Como es evidente tratándose de una utopía, la gente de la Inglaterra futura descrita por Morris es feliz. El narrador, que se dormía en la triste Inglaterra de 1890, despierta más de cien años más tarde en un país nuevo en el que habla con muchas personas, con personas muy diferentes. Pero todos cantan sus elogios al país en el que viven, sobre todo cuando lo comparan con las condiciones anteriores a la revolución (que Morris sitúa en la década de 1950 y la describe como un proceso gradual, pero no exenta de cierta dosis de confrontaciones violentas con los defensores del orden capitalista). Podrían decir: "Everybody’s happy now".

No dicen exactamente esta frase. Pero hay otra utopía literaria publicada en Inglaterra en la que esta frase es omnipresente, también porque se la repiten a los jóvenes 150 veces cada noche durante los primeros doce años de su vida. Se trata de Brave New World, de Aldous Huxley, que desde hace sesenta años se disputa con 1984 de George Orwell el triste mérito de haber sido la que mejor ha vaticinado la posterior evolución de la sociedad moderna. Se trata, como todos saben, de una distopía, donde la felicidad —que es inducida con todos los medios posibles, pero sobre todo mediante la continua asunción, casi obligatoria, de una droga llamada "soma"— se ha convertido en una técnica de gobierno y de extinción de toda individualidad y todo posible espíritu de rebelión. Ahora, Huxley describe con gran perspicacia un mundo que presenta como el peor de los posibles y frente al cual quiere poner en guardia al lector, mientras que Morris describe el mejor de los mundos posibles, cuyo advenimiento espera. De ahí que resulte claramente ofensivo para con Morris establecer cualquier paralelo entre su planteamiento y el que representa Brave New World. Y, sin embargo, en algunos momentos esta impresión —una impresión fastidiosa, de la que uno quisiera deshacerse— acaba por imponerse. Como también surge la maliciosa asociación con aquellos hombres y mujeres radiantes con los que los visitantes se encontraban inevitablemente en la URSS, y más tarde en China. Por supuesto, estas asociaciones son totalmente injustas. La felicidad en los países estalinistas era falsa, un pueblo de Potemkin, y en Brave New World dicha felicidad se alcanza mediante manipulaciones incluso biológicas. En el mundo de Morris, por el contrario, la felicidad es el fruto de un gran esfuerzo, ante todo el de las generaciones precedentes que han llevado a cabo la transformación social, y luego de las personas que construyen día a día el ambiente en el que quieren vivir. Por otra parte, la felicidad no es total: sigue habiendo algún gruñón cascarrabias, y tampoco faltan casos de mal de amores. Pero, en conjunto, uno tiene la impresión de que en el mundo de Morris la historia se ha detenido y que las grandes cuestiones se refieren únicamente a la elección de una escultura para el ayuntamiento o a la sustitución de un puente que resulta feo. Con una tercera asociación antipática podríamos pensar en aquellos hombres que, como dice Kant, si no tuvieran el acicate de la competición, la codicia o la asocialidad natural serían tan pacíficos como las ovejas a las que llevan al pasto&sup4; en una arcádica sociedad de pastores. Pero aquí Kant habla como Mandeville, y se sitúa en las antípodas de todo pensamiento utópico — dicho sea esto frente a los que se empeñan en reivindicar a Kant con vistas a un pensamiento emancipatorio.

Con todo, el problema no es que la felicidad en cuanto tal sea nociva porque convierta al ser humano en un ser superficial y lo aleje de sus verdaderos propósitos. Theodor W. Adorno, en su crítica a Huxley publicada en 1951&sup5;, afirma que Huxley no denuncia solo la falsa felicidad en la sociedad de la mercancía, sino la misma idea de felicidad, a la que contrapone —en una perspectiva que no difiere mucho de la de la ética protestante— el sufrimiento como vía para recuperar la verdadera interioridad de la cultura profunda. La argumentación de Adorno en este ensayo no siempre es clara, y a menudo resulta excesivamente crítica, pero capta un elemento verdaderamente problemático de Huxley. Para sustraerse a la falsa felicidad producto de la abundancia material y de la promiscuidad sexual que imperan en Brave New World (y que evidentemente Huxley percibía ya en la sociedad de 1931, cuando escribe su libro), recomienda, al menos implícitamente, la ascesis y el desprecio de los bienes terrenales. Huxley parece considerar la felicidad material y sensual en cuanto tal como un bien sospechoso. El malestar que el mundo de Morris puede provocar, pese a todo, en el lector no se debe al hecho de que haya demasiada felicidad y de que la gente corra por ello el riesgo de abandonarse. Hoy, en medio de tantos horrores, estaríamos bien contentos de poder tener problemas causados por un exceso de felicidad y un tranquilo bienestar en lugar de los problemas actuales. ¡Id a contarle a un refugiado que hay que vivir peligrosamente!

El mundo de News From Nowhere presenta otro aspecto típico de esa modernidad que tan bien resume el libro de Huxley: la ausencia del pasado. Los ingleses felices de Morris viven fundamentalmente en el presente y sus placeres. Saben tan poco de la historia, e incluso de la revolución que ha creado el mundo en que tan a gusto se sienten, que mandan a los visitantes a un "especialista" para que les cuente esos sucesos. Solo saben que antes de la revolución se vivía muy mal. Por lo demás, la reducción del estudio de la historia a "hobby" de algunos individuos un poco marginales va de la mano de la aversión hacia el predominio de los libros, incluso en el ámbito de la educación. Los habitantes leen poco; en cierto sentido hacen una vida de boy-scouts o Wandervogel. Los conflictos del pasado han pasado a ser algo incomprensible: cuando el visitante comienza a sentirse atraído por una mujer joven, sin atreverse a expresarlo más que con suspiros, ella se da cuenta, le da muestras de su simpatía y dice: "Do you know, I begin to suspect you of wanting to nurse a sham sorrow, like the ridiculous characters in some of these queer old novels that I have come across now and then" (p. 185) &sup6;.

Morris ha eliminado el conflicto en cuanto tal, lo negativo, lo trágico, lo oscuro, el dolor. No es casual que el propio Morris escribiera también un ciclo de poemas titulado "The Earthly Paradise" [El paraíso terrestre] (se trata de una reelaboración de antiguas leyendas nórdicas). La impresión resultante es la misma que producen sus obras artísticas, las del arts and crafts que luego desemboca en el art noveau: un arte agradable, pero un poco repetitivo y sin tensión interna, excesivamente decorativo. La explosión de las formas, iniciada por las vanguardias artísticas poco después de la muerte de Morris en 1896, es algo que probablemente no hubiera encontrado comprensión por su parte. Habría visto en ella únicamente la expresión de una época infeliz, del mismo modo que no tenía gran estima por el arte del Renacimiento o de la Antigüedad porque los consideraba expresión de épocas serviles, mientras que el arte medieval, gótico, era para él consecuencia de una situación de relativa libertad. Su poderosa, y furiosa, condena del mundo capitalista parte —más que en ninguno de sus contemporáneos— de una constatación no sólo ética, sino estética: el mundo se ha vuelto feo. Pero la belleza que quiere introducir es fundamentalmente ornamental. Poder obtener un goce estético, o incluso existencial, a partir de las contradicciones y los estremecimientos del mundo, como lo haría más tarde el arte moderno —de Malevitch a los surrealistas, del expresionismo alemán a Picasso o Francis Bacon— es algo que le hubiera resultado completamente ajeno.

La experiencia de lo negativo en las vanguardias artísticas y políticas de la primera mitad del siglo XX desemboca más tarde en la parábola de la Internacional Situacionista (1957-1972) y de su figura central, Guy Debord. A menudo se considera a Debord y los situacionistas como una de las expresiones más radicales de la crítica social en el siglo XX. Por eso es notable que en Debord no pueda encontrarse ninguna "utopía" explícita. Pero éste no imagina el futuro como un estado de armonía inmóvil o de simple justicia social. El final del espectáculo y del poder separado será el inicio de la verdadera historia y de su "rivalidad sin fin". En 1979 describe de la siguiente manera lo que seguirá a la desaparición del espectáculo gracias a una revolución: "Entonces volveremos a ver una Atenas o una Florencia de la que nadie se verá excluido, que se extenderá hasta los confines del mundo; y que, habiendo derribado a todos sus enemigos, podrá por fin dedicarse felizmente a las verdaderas divisiones y a la rivalidad sin fin de la vida histórica" &sup7;. La vida conflictiva de las repúblicas medievales italianas o de las polis griegas aparece aquí más bien como modelo. Debord se había referido a menudo también al cardenal de Retz que, hacia 1650, estuvo al frente de la "Fronda" contra el poder monárquico en Francia: lo que le movía no era la ambición, sino el deseo de crearse situaciones aventuradas y poéticas — situaciones memorables. Sin que Debord desarrolle una teoría, se percibe que para él la alternativa a la alienación del espectáculo que condena al ser humano a la contemplación pasiva no es garantizar la felicidad para todos, sino la posibilidad de que todos puedan jugarse hasta las últimas consecuencias su propio paso por la tierra, con todas las posibilidades de éxito o fracaso, como una sucesión de "situaciones" construidas o al menos intentadas, y no meramente vividas de forma pasiva.

Por lo general los utopistas aspiran a una calma inmóvil que ofrezca un refugio a salvo del desorden de la vida y de la historia. Pero la alternativa no debe buscarse en la adoración de todo este desorden (o en la resignación al mismo) innecesario y absurdo que la historia nos impone desde hace demasiado tiempo, ni en la estetización del desastre que ha fascinado a tantos espíritus durante el siglo XX. Quizá más bien habría que descubrir la dimensión "utópica" del juego, del juego serio, del juego en el que uno se pone en juego. El juego es uno de los conceptos clave de los situacionistas. Para Debord, hay que "apostar por la fuga del tiempo" en lugar de intentar fijarlo. El verdadero tiempo de la vida no es el tiempo cíclico, el tiempo repetitivo, sino el tiempo irrepetible, tanto en la historia como en la vida individual. Poder utilizar el excedente temporal, que rebasa la mera reproducción de la vida —la pura supervivencia— para crear situaciones "únicas" ha sido durante mucho tiempo un privilegio de las clases dominantes. El desarrollo de las fuerzas productivas en la edad moderna ha aumentado la cantidad de tiempo disponible, pero el orden social capitalista, sobre todo en su forma espectacular, lo ha llenado de nuevo con formas pseudo-cíclicas que obstaculizan más que nunca un uso libre del mismo — sobre todo con el trabajo y, después, con las pseudo-diversiones del "tiempo libre"—. El espectáculo y la "situación construida" (que da nombre al movimiento) son realidades antitéticas.

Pero un rasgo específico de la "situación construida" es que es al mismo tiempo un proyecto para el futuro y algo que puede llevarse a cabo, al menos en parte, en el aquí y ahora. Proponer una "revolución de la vida cotidiana" que comience de inmediato es quizá lo que más ha contribuido a la fascinación que producen los situacionistas. La deriva y la psicogeografía, el urbanismo unitario y el détournement, la superación del arte y el ataque a la sociedad del espectáculo: todo ello era concebido como una utopía vivida en el aquí y ahora, al menos momentáneamente y en parte, y al mismo tiempo como la prefiguración de un juego más grande que estaba por venir. En esto, los situacionistas han sido continuadores de lo mejor del proyecto surrealista. Ni se contentaban con los juegos que les permitían las condiciones actuales —como hace el rebelde individualista, o el aventurero, o el poeta—, ni luchaban por un futuro glorioso continuando entre tanto con la misma existencia vacía —como hace el militante—. Una poesía que ya no se escribiera en los libros, sino que se hiciera realidad en la cotidianeidad, en las "situaciones": esta era la utopía de los situacionistas. Esta utopía no se proyectaba en tiempos o lugares lejanos, sino que había que iniciarla hic et nunc. No la poesía al servicio de la revolución, sino la revolución al servicio de la poesía.

1) Théorie de l’unité universelle, 2° partie, Théorie des quatre mouvements, vol. 3 — « C’est donc soupçonner d’absurdité les dispositions de la sagesse divine, que de douter qu’elle nous ait réservé des moyens de fusion des glaces polaires. On verra plus loin qu’il est pour cette fusion un autre moyen bien plus expéditif ; mais je ne veux disserter que sur un levier connu, qui est l’influence avértée de l’agriculture sr le raffinage de l’atmosphère » (p. 106, éd. 1841, Google).

2) Publicada en la revista Salamandra, nº 19-20, 2009-2010, pp. 14-16.

3) Publicada en castellano como Noticias de ninguna parte, Madrid: Capitán Swing, 2011 (n. del t.).

4) „Ohne jene an sich zwar eben nicht liebenswürdige Eigenschaften der Ungeselligkeit, woraus der Widerstand entspringt, den jeder bei seinen selbstsüchtigen Anmaßungen notwendig antreffen muß, würden in einem arkadischen Schäferleben bei vollkommener Eintracht, Genügsamkeit und Wechselliebe alle Talente auf ewig in ihren Keimen verborgen bleiben: die Menschen, gutartig wie die Schafe, die sie weiden, würden ihrem Dasein kaum einen größeren Werth verschaffen, als dieses ihr Hausvieh hat; sie würden das Leere der Schöpfung in Ansehung ihres Zwecks, als vernünftige Natur, nicht ausfüllen. Dank sei also der Natur für die Unvertragsamkeit, für die mißgünstig wetteifernde Eitelkeit, für die nicht zu befriedigende Begierde zum Haben oder auch zum Herrschen! Ohne sie würden alle vortreffliche Naturanlagen in der Menschheit ewig unentwickelt schlummern. Der Mensch will Eintracht; aber die Natur weiß besser, was für seine Gattung gut ist: sie will Zwietracht. Er will gemächlich und vergnügt leben; die Natur will aber, er soll aus der Lässigkeit und untätigen Genügsamkeit hinaus sich in Arbeit und Mühseligkeiten stürzen, um dagegen auch Mittel auszufinden, sich klüglich wiederum aus den letztern heraus zu ziehen.“ - Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht, Vierter Satz.

5) Theodor W. Adorno: "Aldous Huxley und die Utopie", recogido en Prismen (1955) [trad. esp.: "Aldoux Huxley y la utopía", en Crítica cultural y sociedad I, Akal, Madrid, 2008].

6) "¿Sabes? Empiezo a sospechar que quieres albergar una pena impostada, como los ridículos personajes de alguna de esas viejas novelas extrañas con las que me he cruzado en alguna ocasión" (n. del t.).

7) Debord, Prefazione alla quarta edizione, p. 20.


traducción del italiano: Jordi Maiso